viernes, 18 de enero de 2008

Dos Enfermeras Calientes

Hoy os voy a contar la historia de una amiga mía la cual trabaja en un hospital espero que os guste y os excitéis con ella.

Yo tenía mi vida resuelta. Trabajaba en un hospital, tenía un buen sueldo, mi novio me quería y empezábamos a pensar en boda... lo que toda mujer espera, o eso crees... hasta que conoces a Anabel, y todo se te viene abajo.

Anabel empezó a trabajar en el hospital pocos días después que yo. Estábamos en el mismo turno, éramos de la misma edad y nos lo pasábamos bien trabajando. Buena compañera, divertida, emprendedora, dinámica... Consideré que tenía suerte al coincidir con alguien así, ya que mis compañeras de turno eran enfermeras sesentonas al borde de la jubilación.

Cuando teníamos turno de noche, nos lo pasábamos hablando, riendo y contándonos nuestra vida. Me miraba fijamente, con esos ojos color miel, y confiaba ciegamente en ella. Nos hicimos grandes amigas.

Una noche, cuando salimos de trabajar, me dijo que nos fuéramos a cenar juntas. Mi novio estaba en su pueblo, con sus padres, mis amigas habían hecho planes con sus parejas, y ante la perspectiva de quedarme en casa accedí.

Fuimos a un italiano. Bebimos vino rosado y hablamos de la vida, del trabajo... Y con demasiado alcohol en el cuerpo, nos dirigimos a su casa. Quería que viera un vestido que se había comprado... Y fui a verlo. Una vez en su casa, sólo recuerdo que al entrar el ambiente me cautivó. Un aroma dulce y sensual me embriagó, y ella despacio, se situó detrás de mí al cerrar la puerta. Me cogió por la cintura y me susurró al oído: Belén, te deseo.

No hizo falta ni una palabra más. Me dio la vuelta, y comenzamos a besarnos. Sus labios eran carnosos, blandos, sensuales. Sus manos cálidas y suaves me empezaron a acariciar los hombros, el escote, el cuello... En un movimiento inconsciente mis manos se dirigieron a sus pechos, hinchados, turgentes, explosivos. Empecé a tocarle esas monumentales tetas, le bajé los tirantes de la camiseta y quedaron al descubierto. No puede evitar una fuerza en mi interior que me ordenó empezar a lamerlos. Paseé mi lengua por sus pezones, duros, provocadores. Los apreté entre mis labios, los acaricié con mis dientes... Mis manos pronto necesitaron encontrar otro juguete. Bajé por su cintura, estrecha y moldeada, y llegué a sus caderas, sinuosas e indecentes.

Bajé su falda y acaricié su culo suave y erguido. Su tanga no tardó en bajar por sus rodillas, dejando al descubierto un monte de Venus desnudo, a mi merced por completo. Mi lengua abandonó el calor de sus tetas, y se deslizó serpenteando por su vientre plano. Llegué a sus ingles, y miré, ávida, ansiosa. Todo su coño se abrió para mí. Unos labios rojos, húmedos, dieron la bienvenida a mi lengua, que pronto se perdió en unos jugos ácidos y deliciosos. Lamí despacio, aumenté el ritmo, succioné aquel néctar maravilloso.

Mis dedos encontraron por donde colarse, un gran hueco por el que se deslizaron sin oposición. Movía la mano como una autómata, la lengua hacía rato que había dejado de pertenecerme para pertenecer ahora a ese gran manjar... Comí hasta saciarme, hasta necesitar un respiro... hasta notar como ese coño que me había engullido tres dedos ahora se cerraba con gran fuerza en torno a ellos para explotar en convulsiones rítmicas y brutales, en un soberano orgasmo que yo había conseguido.

Juro que en aquellos momentos no escuché nada, no pensé en nada. Sólo sentía algo en mi interior que me obligaba a hacer aquello... Desde entonces, ese coño se ha convertido en mi obsesión, en mi dios... cada día necesito lamerlo, tocarlo... y Anabel disfruta, y gime, y me pide que le siga dando tanto placer.

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